-Relato basado en hechos reales-
Abel tenía nueve años cuando sus padres y él se mudaron de su piso en la cuidad a una urbanización de adosados en el pueblo. Su padre, albañil de profesión, trabajó en persona en la construcción de la que iba a ser su morada con mucha ilusión y, aunque a Abel no le maravilló la idea, porque suponía un alejamiento de su barrio de la capital, enseguida hizo amigos en el pueblo. Unos, Manuel y Verónica, vivían justo en el chalet de enfrente y se llevaban apenas dos años de diferencia. Sus padres, católicos ortodoxos, les inculcaron una férrea educación basada en los principios del cristianismo que más tarde les diferenciarían sustancialmente de Abel, un chico de valores familiares mucho más progresistas. En la misma urbanización vivían otros tres hermanos, Jaime, Bruno y Elena, que años después se fueron a vivir a otra ciudad fomentando así la desaparición del grupo de amigos. Eran chicos nuevos en una nueva urbanización de un pueblo que comenzaba a crecer y a convertirse en una ciudad-dormitorio.
Cuando llegó el verano y los días eran cálidos y largos, los chicos empezaron a quedar juntos para recorrer los alrededores de su nuevo hábitat. Siempre venían con ellos sus hermanas que aportaban esa dosis de feminismo a la pandilla que ellos tanto rechazaban, pero que en el fondo sabían que necesitaban. Durante el verano del 93, y tras un arduo reconocimiento del terreno, decidieron, sin ser muy conscientes de su objetivo final, construirse una caseta en el bosque. Emilio, un chico que también vivía en el pueblo, aunque no en la misma urbanización, decidió unirse a la expedición después de pasarse varias semanas espiando lo que el grupito hacía en sus idas y venidas al rincón secreto.
Lo que empezó siendo un juego de niños, acabó convirtiéndose en un refugio de adolescentes que en el que se forjaron amistades que nunca serán olvidadas por quienes lo construyeron y, de alguna manera lo habitaron. Para poner en pie la casa, limpiaron el terreno de zarzas y ortigas. Crearon un techo para los días de lluvia y un suelo que pronto fue cubierto por una manta a modo de alfombra y un colchón, que junto con un banco de madera, hacían las veces de sofá y butacón.
Tal fue el empeño de los muchachos que la casa llegó a tener un porche de entrada con su verja y su candado, así como paredes de ladrillo y hormigón que ellos mismos "obtuvieron" de los restos de las obras de urbanizaciones que poco a poco iban asentándose en la zona.
Aquel verano se les pasó muy rápido y los días, aunque eran largos, se les antojaban demasiado cortos para disfrutar de su rincón, para inventarse un nuevo compartimento, para adornarlo y ponerlo a su gusto. Para sentarse a charlar todos juntos los días en que los goterones de lluvia sonaban en el techo y, orgullosos, sentían que le habían ganado la batalla al lluvioso tiempo del norte. El verano acabó y la casita del bosque quedaba cerrada entre semana. Abel volvía a su escuela en el barrio, volviendo a los orígenes de la ciudad de la que se había alejado. Volvía a ver a los viejos amigos y disfrutaba de las escapadas a las máquinas recreativas y de las deliciosas comidas que su abuela le preparaba y de las partidas de dominó con su abuelo, mientras sus padres terminaban de trabajar y le recogían para volver a casa. Pero los días ya eran cortos y oscuros y la casa sólo se abría los fines de semana. Allí confluían de nuevo todos, Emilio, Manuel y Vero, Jaime con sus hermanos Bruno y Elena y, por supuesto, Abel.
La casita del bosque sobrevivió algún tiempo de fines de semana, de arreglos, de mantenimiento y de vigilancia para que nadie la descubriera y se la robara, de veranos sin fin en los que los niños que la construyeron se iban haciendo mayores, se matriculaban en el instituto, comenzaban a salir los fines de semana.
Ahora, en el año 2008, los que no conocimos la casa la vemos reflejada en los ojos de quienes la levantaron y mantuvieron. El rincón secreto, del que no pienso revelar su ubicación por motivos obvios, ha sido devorado por las zarzas y no se puede acceder a la entrada porque está vallado por el dueño de la finca colindante. Sin embargo, y pese a tanto deterioro, la casa aun deja asomar una barra metálica oxidada y medio rota que en su día fue la verja de entrada a la finca donde los nuevos chicos de la urbanización Campo Castillo trabajaron y disfrutaron, rieron y lloraron, pero, sobre todo, crecieron y maduraron.
11 comentarios:
Que relato tan lindo Laura!! cuanto amor pusieron esos niños en esa casa... Y seguramente aunque ahora no puedan volver y esté aislada ellos la tendrán en su corazón, en su memoria, así intacta como la vivieron.
Besos
Yo creo que casi todos los que tuvimos veranos gozosos y felices, tuvimos una casita en el bosque. O en lo alto de un árbol. Un rincón secreto que llevamos siempre con nosotros y en el que nos cobijamos los días que llueven las tristezas.
Nunca tuve casita en el bosque, quizá porque mis veranos los pasaba en Gijón, pero tuve otros lugares que me trasmitieron y me trasmiten sensaciones parecidas, y hoy los amigos de entonces sabemos que tenemos algo en común, algo que es nuestro y que no le pertenece a nadie más.
Un abrazo
Rafa
Imagino la complicidad de los chicos, transmitida a las piedras que sirvieron para ponerle un marco físico a su amistad. ¡Qué bonitos años los de la niñez y la adolescencia cuando tienes amigos con los que compartir el ocio y los sentimientos!
Yo tampoco tuve una casita en el bosque, pero sí recuerdo "construcciones" parecidas, y lo hermoso y divertido que era la preparación del lugar, con los muebles y adornos...
Precioso relato Laura!
Bonita y curiosa historia...
Bonita casa, pero lo más hermoso es la amistad que ellos forjaron, esa es la verdadera construcción
Saludos
Hola Laura!!!
Una bellísima historia me ha encantado!!
Espero que acabes pronto las reformas y vuelvas otra vez por aquí más a menudo!!
Besos
-javi-
Hola!
Te devuelvo la visita, voy a empezar a descubrir este blog, por ahora esta historia me ha gustado mucho.
Saludos!
Como me recuerda mis largos veraneos de la infancia en Comillas, con mi primo "PITU" y todos los chicos del barrio de Sobrellano, haciamos cosas parecidas por los bosques de alrededor del Palacio, teníamos hasta una orquesta con latas. Un BSS.-
¡Hola a todos!
Veo que la casita en el bosque se ha convertido en una metáfora que representa a todos los rincones donde solíamos pasar nuestra niñez y que siempre recordamos con cariño. estoy segura de que a Abel y a los demás aun les emociona pensar en los ratos que allí pasaron. No lo dudéis.
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